Consumo, luego decido

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… Al menos, así debería ser. Sin embargo, al consumidor no nos lo ponen demasiado fácil. Me ha tentado muchas veces el escribir en este blog sobre asuntos como éste. También me da cierto pudor, no soy una experta ni desde luego pretendo canonizar a nadie. Últimamente han salido muchas noticias sobre el consumo, sobre producciones bárbaras y la guinda del pastel fue una comida familiar que tuve el domingo y en la que éste fue uno de los temas de discusión. Así que… no he podido evitar dejarme llevar :)

¿Sabemos qué comemos? ¿De dónde viene, cómo ha sido elaborado, cuántos países ha visitado antes de que llegue a nuestra mesa? ¿Nos fijamos exclusivamente en el precio a la hora de alimentarnos? ¿Conocemos los entresijos de la gran industria alimentaria o, por el contrario, nos dejamos encandilar por el potente entramado publicitario que adorna, embellece y oculta en un buen número de marcas transgénicos y explotación de la mano de obra?

Soy de las que pienso que, poco a poco, algo está cambiando., lo he dicho muchas veces en este blog. Seré que tengo un espíritu optimista, pero a mi alrededor tengo amigos y conocidos que cada vez ejercen más ese derecho a elegir lo que consumen. Porque es nuestro derecho como consumidores y un derecho que puede cambiar las cosas, sin duda.

En la conversación se plantearon varios temas, el reciclaje de basuras, la compra de ropa fabricada en países como Bangladesh, recientemente azotada por el drama de este sistema, de la procedencia de los alimentos. En todos ellos, nosotros tenemos algo que aportar como ciudadanos. Se nos pide conciencia ciudadana, que es necesaria sin duda. Sin embargo, ¿es efectiva nuestra conciencia cuando previamente existe manga ancha en el resto del proceso? Por ejemplo, ¿por qué se permite en nuestro país que un empresario venda su ropa, fabricada a miles de kilómetros por mujeres, niños explotados que casi no pueden parar ni para ir al servicio? ¿Por qué se permite a una gran empresa alimentaria comercializar productos elaborados por mano de obra esclavizada para que el ‘primer mundo’ pueda comprarlo barato? ¿Por qué esos países no cultivan para alimentar a su propia población en vez de hacerlo en esas condiciones para nosotros? Y, sobre todo, en un mundo en el que la información corre a la velocidad de la luz, ¿por qué estamos tan escasamente informados de todo esto? Ésta última pregunta tiene fácil respuesta, me temo.

Sin duda, la salubridad de lo que comemos ha mejorado muchísimo y los controles sanitarios se han incrementado respecto a hace unos años (aunque no lo parezca después de las últimas noticias). Pero una cosa es si un alimento está sanitariamente controlado y otra bien diferente cómo y dónde ha sido producido, así como los efectos sobre la salud de los productos que han sido empelados en su cultivo o producción. Hace apenas unos días, la Unión Europea prohibía el empleo de tres fitosanitarios que claramente estaban perjudicando mortalmente las poblaciones de abejas. Si un fitosanitario empleado en la agricultura elimina a las abejas, ¿no tendrá absolutamente ninguna consecuencia a largo plazo en nuestro cuerpo? Añadid a este ejemplo pesticidas, mejorantes del sabor, antimohos, conservantes……..

Cuando surge en una conversación el tema del consumo y la alimentación y defiendo la importancia de consumir producto local y, a ser posible, ecológico, me resulta curioso el escepticismo de algunas personas que afirman tajantemente que lo orgánico no es fiable. No es la duda lo que me sorprende (la duda es libre), sino el hecho de que al producto mal llamado convencional apenas le exigimos nada cuando, en realidad, no tenemos ni idea de cómo ha sido producido en la mayoría de los casos, por no decir en ninguno. Sí, es cierto que en un producto manufacturado es obligatorio el etiquetado de ingredientes. Pero ¿es suficiente cuando ni siquiera sabemos interpretar los ‘E’ que lleva ese producto? ¿Y lo compraríamos igual sabiendo que los trabajadores que lo han producido cobran salarios ínfimos y afrontan jornadas interminables de trabajo?

Otro de los argumentos que suelen esgrimir los escépticos hacia el producto ecológico es el del precio. No seré yo quien critique a quien ahora mismo anda con el agua al cuello a fin de mes pero para quien la economía en su alimentación no es un problema (ojalá lo sea cada vez menos), creo que también depende de su escala de valores. Como consumidora habitual de verdura ecológica local, compruebo que el precio del producto ecológico de temporada no dista tanto del mal llamado convencional. Eso sí, esto supone que no comeremos tomates en diciembre ni naranjas en julio e imagino que ahí tenemos mucho trabajo que hacer. Pero me temo que si al paquete de harina cuyo trigo ha sido cultivado en Rusia, molido en Polonia, envasado en Francia y distribuido en España le imputáramos sólo los costes de transporte de esa huella ecológica que deja hasta llega a nuestra mesa, os aseguro que su precio no sería de apenas unos céntimos.

Recuperar el consumo de producto local y, en la medida de lo posible, apostar por el ecológico, no es una moda (aunque haya quienes sólo vean en ello un negocio floreciente) ni un punto que le ha dado a un grupo de hippies. Vivimos en un país y en una región privilegiados, que tiene al alcance de la mano una huerta bien surtida, carne, pescado y cereal de calidad. Y cada vez hay más productores que, impulsados por distintos motivos (el desencanto y las cifras desastrosas de su explotación, bajo la dictadura de la agricultura convencional, la preocupación por su entorno, por la calidad de su producto…), han tomado las riendas de sus explotaciones para vender cuanto más cerca, mejor.

Me parece importante pararnos a pensar sobre nuestros hábitos de consumo. Sin radicalismos, sin convertirnos de pronto en los más papistas. Soy consciente de que es complicado esquivar por completo hábitos de consumo con los que hemos crecido y que nos han fagocitado. Esto no es nuevo, comenzó a principios del siglo XX y ha tenido décadas de perfeccionamiento. Sin embargo, hace un tiempo acudí a una charla sobre soberanía alimentaria en la que se dijo algo que me parece muy revelador sobre nuestra capacidad de cambiar las cosas: nosotros votamos tres veces al día, en las tres comidas principales. Y decidimos sobre lo que consumimos en ellas. Vamos a ejercer ese derecho de verdad. Porque, aunque se empeñen en hacernos creer lo contrario, en los pequeños gestos tienen su origen los grandes cambios.

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